Introducción histórica

Desde el origen del ser humano, la naturaleza ha estado presente en su vida con un temprano interés por establecer orden y control sobre ella. Sin embargo, el parque urbano, tal y como hoy en día lo conocemos, entendido como pulmón verde de la ciudad, una extensión destinada al disfrute y la evasión pública, no se convirtió en una realidad hasta mediados del siglo XIX. La expansión urbana vinculada a la Revolución Industrial planteó la necesidad de integrar espacios verdes en las ciudades para cumplir así necesidades higiénicas, recreativas y de expansión para los habitantes.

La teoría reivindicadora del espacio natural como agente beneficioso para la concentración urbana, fue conocida en las mentes ilustradas zaragozanas desde el siglo XVIII. Sin embargo, hasta el siglo XX, únicamente fue llevada a la práctica en paseos como los de la Independencia, de Sagasta o del Canal Imperial, adornados por arboledas que deleitaban a los visitantes. A principios de siglo, la industrialización tuvo su impronta en el urbanismo de Zaragoza, entre otras consecuencias, con el aumento de suelo construido y por lo tanto era difícil disfrutar de espacios de solaz. De ahí que se precisara un parque que serviría de pulmón para la ciudad, en el que los valores estéticos se complementaran con finalidades prácticas y funcionales que permitieran satisfacer unas necesidades de recreo y de salubridad. Para ello, se entendió como lugar predilecto el ensanche hacia el Sur de Zaragoza, en el que existían espacios adecuados para tal finalidad, de ahí que se construyeran dos parques durante la primera mitad del siglo XX. El primero de ellos, el parque Pignatelli -situado hoy en día en el paseo de Cuellar- comenzó a construirse en la primera década del siglo y su trazado fue definiéndose paulatinamente hasta los años veinte, siendo hoy en día enlace entre el paseo de Sagasta -zona Centro- y el barrio de Torrero. Paralelamente, se pensó aprovechar el espacio situado entre el Cabezo de Buenavista (Monte de Torrero), el río Huerva y las aguas del Canal Imperial, caracterizado por la amplia densidad forestal y vegetal. Este emplazamiento fue el lugar elegido para la construcción del parque más importante de la ciudad.

El proyecto del parque en el Cabezo de Buenavista se aprueba en 1903, aunque su realización no se pondría en marcha hasta 1923, siguiendo el proyecto de Miguel Ángel Navarro. Las primeras obras se desarrollaron desde finales de la segunda década del siglo y en 1924 se propone la creación de un patronato, encargado de las futuras construcciones y cuidado del parque. Además, en Diciembre de este año, el paisajista y pintor Xavier Winthuysen visitó el Cabezo de Buena Vista y el 23 del citado mes, pronunció una conferencia en el Casino Mercantil aportando nuevas ideas que contribuyeron a mejorar el proyecto. La distribución y ordenación armónica del espacio, así como la combinación de diferentes estilos de jardinería de tradición española que propugnó y aplicó Winthuysen en diversos proyectos (jardines de la colonia El Viso de Ortega y Gasset, de la Residencia de Estudiantes de Sevilla, del Hospital de Santa Cruz de Toledo etc.) tuvieron en el Parque Grande su impronta. También recomendó que se eligiera la vegetación acorde a las condiciones del lugar, para garantizar de este modo el correcto desarrollo y aclimatación del parque. En la actualidad se sigue interviniendo para optimizar su estética y adecuar el espacio natural a las exigencias de la sociedad presente.